Andréi Tarkovski (Zavrazhie, Óblast de Ivánovo, 4 de abril de 1932-París, 29 de diciembre de 1986) está considerado uno de los grandes directores del cine soviético, posiblemente el más representativo. Junto a Eisenstein, Bondarchuk, Mijalkov o Mijaíl Romm (éste último fue profesor de Tarkovski y de otros importantes directores rusos), Tarkovski logró ganarse un puesto en la historia del cine soviético no sin un gran esfuerzo. Sus películas son, o perfectas o incomprensibles para el gran público, y es que lo que le llevó a la fama fue un nuevo modo de hacer cine alejado de las corrientes que imperaban en aquel entonces. La lealtad a su estilo le llevaron a recibir duras críticas, censura e incluso al exilio. Hoy en día está considerado un director de culto.
En algunas fuentes cuentan que Tarkovski aseguró que entró en contacto con el fantasma de Boris Pasternak a través de una bruja la cual le dijo: "Rodarás solo siete películas". "¿Solo siete?, respondió Tarkovski. "Sí, pero serán todas buenas", le contestó la bruja. En efecto, la profecía se cumplió rodando siete películas que no dejaron indiferente a nadie, la última de ellas, Sacrificio, montándola y diseñando el sonido desde una cama de un hospital de París en el que falleció de cáncer.
Hijo de un poeta y de una estudiante de literatura, a quienes Tarkovski deberá para siempre su vastísima cultura, tras la marcha de su padre a la guerra, de la que volvió con una pierna amputada, el pequeño Andréi vivió con su hermana, su abuela y su madre, una mujer de firmes convicciones cristianas con quien mantuvo un estrechísimo vínculo afectivo. Siempre dijo que esa influencia femenina fue decisiva en su temperamento artístico.
Larisa (mujer de Andréi) y Olga Kizilova, Andréi y Andréi Jr. Tarkovski, María Ivanovna (madre de Andréi), Anna Semiónovna (madre de Larisa) |
En España, crítica y público se tomaron su tiempo para apreciarle. Algo injusto teniendo en cuenta como se verá a continuación que fue un gran conocedor y admirador de la cultura española a la que apreciaba desde el inicio de su carrera artística. A día de hoy el cine ruso sigue siendo una asignatura pendiente en España donde solo atrae a cinéfilos y amantes de la cultura rusa si bien en estos últimos años han aumentado las proyecciones rusas en cine y televisión. En mi caso por ejemplo, descubrí a Tarkovski buscando la banda sonora de la película Siberiada de Andréi Konchalovski. Tardé un tiempo hasta encontrar a su autor, Eduard Artemiev, del que descubrí que era colaborador habitual en las películas de Tarkovski (sus bandas sonoras aparecen en 4 de sus 7 grandes películas). Se podría decir que Artemiev es para Tarkovski lo que Ennio Morricone fue para Sergio Leone.
Volviendo a la relación de Tarkovski con España hay que decir que él nunca rodó en la Península Ibérica. El Cineclub Universitario de Pamplona, invitó a su mujer, Larissa Pavlovna y a su hijo, que llegaron a España en febrero de 1989. En alguna ocasión comentó Larissa que a Tarkovski le hubiera encantado filmar ciertos paisajes de nuestras tierras. Comentó en más de una ocasión el lugar destacado que Cervantes y Calderón ocupaban en la cultura literaria de su marido. Don Quijote, había escrito él, «es un símbolo de nobleza, de generosidad, de abnegación y fidelidad, y Sancho Panza, del buen sentido común. Pero Cervantes —añadía Tarkovski—, fue más fiel a su héroe, si cabe, que éste a Dulcinea. En prisión, obnubilado de rabia porque un canalla había publicado ilícitamente una segunda parte de las aventuras de don Quijote, que era una afrenta para el puro y sincero afecto del autor por su vástago, escribió su propia segunda parte de la novela, matando a su héroe al final para que nadie más pudiese mancillar la sagrada memoria del Caballero de la Triste Figura».
Andréi y Larisa |
De los escritores españoles contemporáneos, Andréi menciona a Lorca y a Arrabal en Esculpir en el tiempo. En uno de sus diarios, escribe: «Hoy he leído un maravilloso ensayo de Lorca increíblemente apasionado, profundo; verdaderas ideas poéticas».
Apreciaba mucho la pintura española, sobre todo a El Greco, Goya, Dalí y Picasso. El toledano había sido para Tarkovski un artista fiel a una vocación casi profética, característica, como lo era a su juicio, de los grandes creadores. «La tensa fuerza rebelde de los paisajes de El Greco, el devoto ascetismo de sus personajes, la dinámica de las alargadas proporciones internas de sus cuadros, y los colores salvajemente fríos, tan poco característicos de su tiempo, y familiar, más bien, a los admiradores del arte moderno, dio lugar a la leyenda de que el pintor era astigmático y que esto explicaría su tendencia a deformar las proporciones de los objetos y del espacio. A mí me ha parecido siempre una explicación demasiado simple»
Andréi Tarkovski y Natalia Bondarchuk (Hari en Solaris) |
Goya, por su parte, se enfrentó sin ayuda de nadie, según Tarkovski, al cruel y endeble poder del rey, y se opuso a la Inquisición. Sus siniestros Caprichos se convirtieron en la personificación de las fuerzas oscuras, y le condujeron a una batalla quijotesca contra la locura y el oscurantismo.
Común a todos estos artistas españoles era para Tarkovski un apasionamiento airado y tierno a la vez, intenso y desafiante. Ellos, a su juicio, sentían, por un lado, «un profundo amor por su país y, por otro, un airado rechazo de todas las estructuras sin vida, de todo brutal e impasible machacamiento del cerebro. El campo de su visión, constreñido por el odio y el desdén, se fija sólo en aquello aún vivo, en la simpatía humana, en la chispa divina, en el sufrimiento humano ordinario —en todo aquello que durante siglos ha debido absorber la ardiente y rocosa tierra española».
La fidelidad a su vocación hizo grandes a los pintores españoles, pensaba Tarkovski. De ellos, acaso la concepción de Picasso fuera la menos familiar para él, un artista espiritualmente emparentado con la pintura del Renacimiento eslavo e italiano y con la novela rusa del XIX.
Olga Kizilova, Boris Sokolov, Andréi y su hijo, Ígor Lazarenko, Larisa, Masha Chugunova, Nelly Fomina |
«Nadie sabe lo que es la belleza —manifestaba Tarkovski a un diario francés, dos meses antes de su muerte—. La idea que nos hacemos de ella cambia con la evolución histórica, con las aspiraciones filosóficas y con la simple transformación del ser humano en el curso de su propia vida. Esto es lo que me obliga a pensar que la belleza es el símbolo de algo distinto. ¿De qué exactamente? De la verdad. Me refiero a la verdad del camino que el hombre emprende. La belleza de una época —la belleza relativa de las épocas— da razón del nivel de consciência que los hombres de esa época tienen acerca de la verdad. Hubo una época en la que esa verdad fue expresada por la Venus de Milo, por ejemplo.
»No hace falta explicar cómo todos los retratos femeninos de un Picasso no tienen en sentido estricto ninguna relación con la verdad. No discuto aquí el preciosismo, la belleza en el sentido del preciosismo, sino la belleza armónica, la belleza hermética, la belleza en sí misma. Picasso, en lugar de exaltarla, o al menos de tratar de exaltarla; en lugar de participar en ella y dar testimonio, se comporta como un destructor, como un blasfemo, como alguien que despedaza la belleza.
»La verdad que expresa la belleza es enigmática, no puede ser descifrada ni explicada con palabras. Pero cuando el individuo se encuentra junto a ella, y se enfrenta a ella, siente su presencia, aunque sólo sea por el escalofrío que le recorre la espalda. Es como un milagro del que uno resulta testigo de repente, sin quererlo. Eso es».
»No hace falta explicar cómo todos los retratos femeninos de un Picasso no tienen en sentido estricto ninguna relación con la verdad. No discuto aquí el preciosismo, la belleza en el sentido del preciosismo, sino la belleza armónica, la belleza hermética, la belleza en sí misma. Picasso, en lugar de exaltarla, o al menos de tratar de exaltarla; en lugar de participar en ella y dar testimonio, se comporta como un destructor, como un blasfemo, como alguien que despedaza la belleza.
»La verdad que expresa la belleza es enigmática, no puede ser descifrada ni explicada con palabras. Pero cuando el individuo se encuentra junto a ella, y se enfrenta a ella, siente su presencia, aunque sólo sea por el escalofrío que le recorre la espalda. Es como un milagro del que uno resulta testigo de repente, sin quererlo. Eso es».
Esa fuerza misteriosa de la belleza la encontraba Tarkovski realizada en las películas de Luis Buñuel. El aragonés era uno de los realizadores preferidos de Tarkovski. «Buñuel es, ante todo, portador de una conciencia poética. Sabe que la estructura estética no necesita manifiestos, que el poder del arte radica en la persuasión emocional, en esa única fuerza vital a la que Gógol se ha referido… ».
En 1964, Tarkovski concedía una entrevista a la revista Cine Cubano. El joven ruso de 32 años que se preparaba para realizar Andréi Rublev contaba a Buñuel entre sus maestros.
«He de decir —explicaba Tarkovski en aquella ocasión— que, como problema general, me preocupa mucho la cuestión de la nacionalidad en el arte. A mi juicio, el arte debe ser siempre nacional, no puede pertenecer a todo el mundo por igual. Puede pertenecer a todos como obra de arte ya realizada, desde luego, pero las fuentes, los orígenes del arte, se hallan siempre en un plano nacional ». Esta necesidad de seguir las tradiciones culturales, de impregnarse de todo lo mejor que ha creado el pueblo, la encontraba Tarkovski realizada magistralmente en cuatro directores: Kurosava en el Japón; el sueco Bergman y el español Buñuel, en sus respectivas culturas, y entre los rusos, su director favorito, el ucraniano Dovzhenko.
«He de decir —explicaba Tarkovski en aquella ocasión— que, como problema general, me preocupa mucho la cuestión de la nacionalidad en el arte. A mi juicio, el arte debe ser siempre nacional, no puede pertenecer a todo el mundo por igual. Puede pertenecer a todos como obra de arte ya realizada, desde luego, pero las fuentes, los orígenes del arte, se hallan siempre en un plano nacional ». Esta necesidad de seguir las tradiciones culturales, de impregnarse de todo lo mejor que ha creado el pueblo, la encontraba Tarkovski realizada magistralmente en cuatro directores: Kurosava en el Japón; el sueco Bergman y el español Buñuel, en sus respectivas culturas, y entre los rusos, su director favorito, el ucraniano Dovzhenko.
Estos relizadores son «grandes artistas precisamente porque sus mejores películas han logrado expresar el carácter nacional, aquello que específicamente caracteriza a una persona de una nacionalidad determinada, que lo hace diferente de los individuos de cualquier otro país. Yo no creo en el arte como algo cosmopolita. Y no creo, porque las mejores obras de arte cinematográfico están en la actualidad ligadas siempre a la expresión del espíritu nacional. Esto no es una declaración pseudo-mística, ni mucho menos. Al contrario: estoy convencido de que el artista sólo puede expresar magistralmente aquello que conoce bien, aquello que ha mamado desde la infancia».
En el contexto de estas opiniones, es comprensible que Tarkovski hubiese escogido la figura de Rublev como tema de su segundo largometraje: fue él quien creó una pintura rusa independiente de sus progenitores —los griegos de Bizancio—, y punto de partida de una tradición plástica nacional.
«Voy a citar un ejemplo —continuaba— que me parece muy significativo con respecto a las necesidades de las tradiciones, a la especie de continuidad que éstas proporcionan, sobre la necesidad de su renovación, utilizando para ello los problemas contemporáneos, actuales. Ese ejemplo es Luis Buñuel. Para mí, está claramente definida la línea del desarrollo de la tradición española: el Greco, Cervantes, Goya, son las fuentes de las que parte Buñuel. Buñuel no podría existir en absoluto sin el Greco, sin Goya, sin Cervantes. Eso es indudable. La crudeza de Goya, por ejemplo, su lenguaje directo para manifestar su sufrimiento por el pueblo, eso ha penetrado en Buñuel, forma parte de su sangre, de su cuerpo. La profundidad del drama espiritual que se desarrolla ante nuestros ojos en los personajes del Greco, por otra parte, esa profundidad espiritual que manifiesta la tradición que parte de El Greco, se transmite diáfanamente a Buñuel; al menos, yo lo siento así cuando veo Los Olvidados. El protagonista de esta película es para mí un típico personaje del Greco, incluso exteriormente, hermoso, con la belleza que pintaba El Greco, con los ojos un tanto oblicuos, el rostro alargado».
«Voy a citar un ejemplo —continuaba— que me parece muy significativo con respecto a las necesidades de las tradiciones, a la especie de continuidad que éstas proporcionan, sobre la necesidad de su renovación, utilizando para ello los problemas contemporáneos, actuales. Ese ejemplo es Luis Buñuel. Para mí, está claramente definida la línea del desarrollo de la tradición española: el Greco, Cervantes, Goya, son las fuentes de las que parte Buñuel. Buñuel no podría existir en absoluto sin el Greco, sin Goya, sin Cervantes. Eso es indudable. La crudeza de Goya, por ejemplo, su lenguaje directo para manifestar su sufrimiento por el pueblo, eso ha penetrado en Buñuel, forma parte de su sangre, de su cuerpo. La profundidad del drama espiritual que se desarrolla ante nuestros ojos en los personajes del Greco, por otra parte, esa profundidad espiritual que manifiesta la tradición que parte de El Greco, se transmite diáfanamente a Buñuel; al menos, yo lo siento así cuando veo Los Olvidados. El protagonista de esta película es para mí un típico personaje del Greco, incluso exteriormente, hermoso, con la belleza que pintaba El Greco, con los ojos un tanto oblicuos, el rostro alargado».
¿Qué alcance tienen estas afirmaciones de Tarkovski? ¿Es verdad que son tan fácilmente reconocibles en las obras de Buñuel los rasgos de nuestra tradición cultural? ¿No pecan las afirmaciones del realizador soviético de cierto idealismo romántico?
Para empezar, parece obvio que Tarkovski no se refiere a la citación «textual» de una tradición, sino a un cierto «espíritu nacional» o corriente de problemas y de puntos de vista que se hace presente en distintas obras de arte dentro de un contexto social. La imitación, la textualidad, la había rechazado el mismo Buñuel hacía tiempo.
«Para mí está completamente claro que Buñuel es asombroamente tradicional y, por lo tanto, asombrosamente popular, asombrosamente comprensible y lógico para los españoles y para los pueblos de sangre hispana, es decir, que provienen de esa línea tradicional».
Otro juicio le mereció en cambio a Tarkovski la siguiente novela galdosiana adaptada por Buñuel. En una anotación en Martyrolog, el 18 de septiembre de 1970, Tarkovsky demuestra que él, un gran artista, no se casa con nadie: «Hoy he visto una película muy mala de Buñuel —no recuerdo el nombre; ah, sí: Tristana—, acerca de una mujer a la que han amputado una pierna, y que de vez en cuando sueña con una campana en la que la cabeza de su marido ocupa el lugar del badajo. Increíblemente vulgar. De vez en cuando, Buñuel se permite lapsos como éste».
Tarkovski admiraba sobre todo el anticonformismo de Buñuel, que interpretaba como fuerza dominante en muchas de sus películas. «La protesta de Buñuel —furiosa, sin compromisos y acerba— se expresa sobre todo en la textura sensible del film y es emocionalmente contagiosa. La protesta no es calculada, ni cerebral, ni formulada intelectualmente. Buñuel tiene demasiado instinto artístico como para dejarse llevar por una inspiración política, la cual, desde mi punto de vista, es siempre espuria si se expresa abiertamente en una obra de arte. La protesta social y política expuesta en sus películas sería, sin embargo, más que suficiente para un buen número de realizadores de menor estatura».
Andréi con su hijo |
Eso ya estaba a juicio del soviético en Un perro andaluz, de 1928. Tarkovski recuerda que Buñuel tenía que eludir a los enfurecidos burgueses que le perseguían después del estreno, y llevar incluso un revólver en el bolsillo del pantalón para poder defenderse, llegado el caso. «Era el principio —comentaba Andréi—; Buñuel había comenzado a escribir entre líneas, como se dice, en lugar de sobre las líneas. El hombre común, que entonces se estaba apenas acostumbrando al cine como un espectáculo creado para él por la civilización, tembló de horror ante las imágenes y símbolos lacerantes, planeados para escandalizar, de esa película que, de hecho, es muy difícil de aceptar. Pero también aquí Buñuel continuó siendo lo suficientemente artista como para dirigirse a sus espectadores no en un lenguaje panfletario, sino en el lenguaje emocionalmente contagioso del arte».
A lo largo de los años, en las entrevistas y artículos que publicaba, Tarkovski solía referirse a los directores que gozaban invariablemente de su admiración: junto al citado Kurosawa, también Mizoguchi, entre los japoneses; Antonioni y Fellini; Vigo como creador del cine francés y, de un modo muy especial, sobre todo en los últimos tiempos, Bresson; el citado Bergman; Ford, entre todos los americanos; y siempre, a Luis Buñuel. De todos ellos, solo dos fueron objeto de un análisis específico: Fellini, al que Tarkovski consagró un artículo al cumplir el italiano 50 años, y nuestro Buñuel.
El artículo sobre el realizador aragonés apareció en una obra colectiva (Sbornik, Luis Buñuel, Moscú, 1979), y fue traducido posteriormente al alemán.
Tumba de Andréi y Larisa Tarkovski en el Cementerio Ruso Sainte-Geneviéve-des-Bois en Francia |
En abril de 1972, Leonid Kozlov pidió a Tarkovski que compilara una lista de sus diez películas favoritas. Andréi, tomando muy en serio dicha petición, comenzó anotando una lista con los nombres de sus directores predilectos (Buñuel, Mizoguchi, Bergman, Bresson, Kurosawa, Antonioni, Vigo, Dreyer), para luego establecer una lista de películas cuidadosamente numerada:
1. Diario de un cura rural (Le journal d'un curé de campagne, 1950), de Robert Bresson
2. Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1962), de Ingmar Bergman
3. Nazarín (1958), de Luis Buñuel
4. Fresas salvajes (Smultronstllet, 1957), de Ingmar Bergman
5. Luces de la ciudad (City Lights, 1930), de Charles Chaplin
6. Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953), de Kenji Mizoguchi
7. Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), de Akira Kurosawa
8. Persona (1966), de Ingmar Bergman
9. Mouchette (1967), de Robert Bresson
10. La mujer en la arena (Suna no onna, 1964), de Hiroshi Teshigahara
Escena de la guerra civil española en El espejo:
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