viernes, 12 de enero de 2018

¿Por qué Alfonso XIII no pudo salvar al zar Nicolás II?


Durante la Primera guerra mundial, el monarca español Alfonso XIII fue responsable de la salvación de miles de vidas humanas. Sin embargo, fracasó en uno de sus proyectos más queridos, el de salvar la vida del derrocado zar de Rusia y de la familia imperial. ¿Por qué Alfonso XIII no pudo salvar al zar Nicolás II?


Monarcas europeos en 1910. Sentado en el centro, Jorge V (su extraordinario parecido con Nicolás puede llevar a la confusión); sentado a la izquierda, Alfonso XIII.

A pesar de que las presiones ejercidas sobre España para que entrara en la Primera guerra mundial fueron numerosas y a pesar de que existían relaciones de parentesco con ambos bandos —la madre del rey estaba emparentada con soberanos de las Potencias centrales y la esposa era pariente de la reina Victoria de Inglaterra— lo cierto es que Alfonso XIII optó por mantener a la nación en una situación de estricta neutralidad. Ni siquiera el comportamiento, completamente contra derecho, de los submarinos alemanes le llevó a cambiar esa posición avanzado ya el conflicto. Sin embargo, la política de neutralidad no fue un equivalente —ni mucho menos— de la indiferencia frente a la guerra.

Al inicio de la misma, una lavandera francesa escribió a Alfonso XIII para indicarle que su esposo había desaparecido en combate y rogarle que hiciera lo posible para descubrir su paradero. El monarca español atendió las súplicas de la mujer y así logró averiguar que seguía vivo y se encontraba internado en un campo de prisioneros en Alemania. El episodio fue publicado por la prensa francesa y, de manera lógica, llegó hasta las manos de Alfonso XIII un verdadero aluvión de solicitudes de personas que estaban interesadas en conocer el destino de sus seres queridos. La consecuencia inmediata de esta circunstancia fue la creación de una oficina costeada por el presupuesto del rey y compuesta por cuarenta empleados cuya finalidad era localizar a los desaparecidos en el curso del conflicto, hacerles llegar ayuda material e incluso interceder por ellos. La labor llevada a cabo por esta oficina fue realmente extraordinaria —por ello resulta aún más incomprensible el desconocimiento de su labor humanitaria— hasta el punto de que ayudó a repatriar a unos setenta mil civiles y a veintiún mil soldados. Además intervino a favor de 136.000 prisioneros de guerra y llevó a cabo cuatro mil visitas de inspección a campamentos de prisioneros. La mayoría de esos casos fueron de gente anónima pero, ocasionalmente, estuvieron referidos a celebridades como el artista Nizhinsky, que salvó la vida en un campo de concentración gracias a la intervención personal del rey, o a la enfermera Edith Cavell, fusilada finalmente por los alemanes por ayudar a soldados aliados fugitivos. En ese contexto, puede entenderse perfectamente la preocupación que Alfonso XIII manifestó por el zar Nicolás II desde febrero de 1917.

En esa fecha, una revolución obligó al zar a abdicar quedando el futuro de éste y el de su familia más cercana sujeto a la voluntad de los que parecían nuevos dueños de Rusia. Alfonso XIII había estado a punto de morir varias veces a manos de terroristas de izquierdas —una de ellas el mismo día de su boda— y, quizá por ello, fue consciente desde el principio de los peligros que podían cernirse sobre la familia imperial. En la primavera de 1917, visitó España Nekliudov en representación del nuevo gobierno provisional ruso. En la ceremonia de entrega de credenciales como embajador, Nekliudov agradeció a Alfonso XIII el papel extraordinario que había realizado ocupándose de la suerte de numerosos soldados rusos. Aprovechó esa circunstancia el monarca para, una vez concluida la intervención de Nekliudov, levantarse del trono y acercarse al nuevo embajador. Alfonso XIII le comentó entonces que agradecía la mención a la ayuda que había prestado a los prisioneros de guerra rusos. Ahora deseaba interesarse por otros presos, el zar y su familia, y le rogó que comunicara al nuevo gobierno su petición de que se les pusiera en libertad.

La solicitud de Alfonso XIII en puridad debía de haber contado con paralelos en otras casas reales europeas pero, lamentablemente, no fue así. De hecho, cuando el monarca español se dirigió a Jorge V de Inglaterra —pariente del zar— para que apoyara una iniciativa encaminada a liberar a los Romanov, sólo recibió una respuesta por vía diplomática —el día de los Tontos de abril, equivalente a nuestros Santos Inocentes— comunicándole que debía perder cuidado. No tardó Alfonso XIII en percatarse de que la seguridad que había intentado transmitirle el embajador británico en España no se sustentaba sobre bases sólidas. Así, en cuanto que el gobierno británico se planteó con seriedad la posibilidad de dar asilo al zar y a su familia, fue el propio Jorge V el que se opuso a ella. A lo largo de dos semanas que resultaron decisivas, Jorge V se esforzó por convencer al gobierno británico de que no era conveniente recibir al zar y a su familia. Las razones fundamentalmente se reducían al deseo de Jorge V de no tener problemas con la opinión pública y, muy especialmente, con el partido laborista. Desde su perspectiva, el pueblo acogería mal que se recibiera a la zarina Alejandra, una princesa alemana a fin de cuentas, en Gran Bretaña. Por añadidura, era posible que los laboristas sintieran veleidades republicanas tras lo sucedido en Rusia. No convenía, por lo tanto, incomodarlos proporcionando refugio al derrocado zar.

El 13 de abril de 1917, el primer ministro británico se vio obligado a ceder a las presiones regias y se limitó a comentar en una reunión de su gabinete que España sería un lugar mejor para acoger al zar y a su familia. Al cabo de unas horas, el proyecto de solicitar la liberación del zar fue abandonado por el gobierno británico. Para colmo de males, en octubre, los bolcheviques dieron un golpe de Estado derribando al gobierno provisional e implantaron un gobierno que, según palabras del propio Lenin, aplicaría el “terror de masas” para mantenerse en el poder.

A esas alturas, Alfonso XIII se había percatado sobradamente de lo sucedido en Gran Bretaña y entonces decidió intentar que otras monarquías europeas se sumaran a su proyecto de liberar al zar. Propuso así a los reyes de Suecia y de Noruega el envío de un navío de guerra español a un puerto escandinavo para recoger allí al zar, a la zarina y a sus cinco hijos. Lo único que pedía de las monarquías nórdicas era que mediaran ante el gobierno soviético. Unos meses antes —en junio de 1917— Gustavo de Suecia había intentado salvar al zar pidiendo ayuda para ello al gobierno británico que había rechazado su plan como “rebuscado” e “impracticable”. La solicitud de Alfonso XIII llegaba, por lo tanto, en un momento en que ni Suecia ni Noruega tenían ya esperanzas de salvar a Nicolás II.

Tampoco cabía esperar nada del káiser. A pesar de su relación de parentesco con Nicolás II, Guillermo II no dio ningún paso efectivo para salvar al zar. Lo más grave es que Alemania había entrado ya en negociaciones con el poder soviético para firmar una paz por separado y contaba con esa baza para presionar sobre los bolcheviques. Sin embargo, no lo hizo. Por el contrario, sí aceptó, por ejemplo, poner en libertad al socialista Liebnekht para complacer a Lenin.

Ciertamente, a mediados de 1918, las circunstancias no se presentaban en absoluto favorables para lograr la liberación del zar y de su familia. Sin embargo, Alfonso XIII no estaba dispuesto a arrojar la toalla y decidió continuar sus gestiones en solitario ya que no podía contar con el respaldo de otras potencias. Lamentablemente, sus esfuerzos no iban a llegar a buen puerto.
Durante la noche del 16 al 17 de julio de 1918, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, el zarevich Alexis y las grandes duquesas Anastasia, Olga, María y Tatiana fueron asesinados por un pelotón bolchevique en la casa Ipatiev en Yekaterimburg. El asesinato había contado con la autorización expresa de Lenin y del gobierno soviético.

En el curso de la reunión que decidió la matanza no se hallaba Trotsky pero cuando a éste se le informó algún tiempo después, el conocido dirigente manifestó que la decisión había sido acertada. Quizá lo único que lamentó fue que el asesinato le privó de llevar a cabo uno de sus sueños más acariciados, el de ser el fiscal en un gran proceso público contra Nicolás II.

El destino del zar y de su familia había quedado zanjado a mediados de julio de 1918 pero semejante circunstancia era ignorada por Alfonso XIII, que siguió insistiendo en su empeño de salvarlos. El 2 de agosto, documentos del ministerio francés de Asuntos Exteriores indican que estaban al corriente de las gestiones que en esos momentos realizaba el monarca español para salvar al zar. Al día siguiente, Alfonso XIII incluso podía enviar un telegrama a Victoria, hermana de la zarina, para informarle de que seguían las gestiones para salvar a Alejandra y a sus hijas. “Al parecer el zarevich ha muerto”, señalaba en ese mismo texto Alfonso XIII. En apariencia, había razones para la esperanza y el 8 de agosto, el ABC anunciaba que el gobierno bolchevique accedía a que la familia del zar viniera a España.

Posiblemente animado por esas buenas perspectivas —totalmente ficticias como sabemos—, Alfonso XIII volvió a cablegrafiar a Jorge V y el 13 de agosto, al káiser. El telegrama dirigido al emperador alemán hacía referencia a la “desventurada familia del zar” e incluía la promesa de que los miembros de la casa real rusa se mantendrían al margen de la política hasta el final de la guerra. Tres días después, Alfonso XIII recibió un mensaje en clave de Berlín donde se indicaba que el gobierno del káiser no tenía inconveniente en que España recibiera a la familia del zar.

El resto del mes de agosto estuvo caracterizado por una cierta euforia a la que se sumó el propio papa Benedicto XV, que estaba convencido del éxito de las gestiones españolas. El 25 de ese mes incluso llegó a anunciarse que el asunto había quedado resuelto con el gobierno soviético.

La verdad es que todavía el 1 y el 5 de septiembre, Fernando Gómez Contreras, en representación del gobierno español, mantuvo sendas entrevistas en Petrogrado con el bolchevique Chicherin, uno de los ministros de Lenin. Las entrevistas —de las que informó puntualmente a sus superiores españoles— fueron un tenso tira y afloja en el que Chicherin afirmó que el gobierno leninista estaba dispuesto a poner en libertad a la familia del zar siempre que España lo reconociera como gobierno legítimo. Para aderezar las negociaciones, Chicherin se quejó incluso de lo mal que habían tratado las autoridades a Trotsky a su paso por España. Todavía el 15 de septiembre de 1918, Gómez Contreras envió una comunicación a España indicando que las conversaciones iban por buen camino. Un ministro de Lenin hizo creer a Gómez Contreras que estarían dispuestos a entregar al zar a España a cambio de que nuestro país reconociera oficialmente al gobierno soviético, algo que no ocurriría hasta la Segunda República.

Sin embargo, no tardó en descubrirse la falacia. En septiembre aparecieron distintas noticias sobre el asesinato de la casa real y, lógicamente, se llegó a la conclusión de que los bolcheviques tan sólo estaban jugando con sus interlocutores para obtener alguna ventaja. En octubre de 1918, la Santa Sede se puso en contacto con el gobierno soviético a través del cónsul austro-húngaro en Moscú para saber qué había sido de la familia del zar. La respuesta fue que la zarina y sus hijas estaban en Ucrania —a la sazón libre del dominio bolchevique— y que, por lo tanto, ignoraban dónde se encontraban. Semejante versión volvería a ser utilizada a inicios de 1919 pero ya sin credibilidad alguna. Los blancos habían entrado en Yekaterimburg, habían buscado —infructuosamente— los cuerpos de la familia imperial y habían recogido testimonios más que suficientes del asesinato. El gobierno soviético no realizaría declaración oficial alguna sobre el tema pero para cualquiera éste había quedado trágicamente zanjado.

Llegados a este punto, hay que preguntarse por qué las gestiones —verdaderamente incansables— de Alfonso XIII resultaron fallidas. La primera razón, obviamente, fue la indiferencia de las potencias mundiales en relación con la suerte de la familia imperial rusa. La republicana Francia decidió no mover un dedo para salvar al zar, y lo mismo sucedió con Estados Unidos, cuya opinión pública por otra parte era muy sensible desde hacía años a la propaganda anti-zarista que acusaba a Nicolás II de anti-semita. Sin embargo, no reaccionaron mejor las potencias monárquicas. Ni Guillermo II ni Jorge V hicieron esfuerzos por salvar a su pariente Nicolás II, una circunstancia aún peor en el caso del monarca británico, ya que Rusia podía haber firmado una paz por separado en 1916 y no lo hizo por la lealtad inquebrantable del zar hacia sus aliados. Finalmente, países pequeños como Dinamarca o Suecia hubieran deseado colaborar en esa tarea pero sólo recibieron frías respuestas de Gran Bretaña. Al fin y a la postre, sólo Alfonso XIII mantuvo sus gestiones hasta el último momento.

Si éstas fracasaron, finalmente, fue porque los bolcheviques actuaron deslealmente con el gobierno español. De ellos había partido la orden de asesinar a los Romanov pero, aún así, no sólo ocultaron el hecho sino que además pretendieron usarlo para obtener concesiones de España. Sólo cuando las noticias sobre la matanza de Yekaterimburg se difundieron resultó imposible ocultar la realidad y continuar las negociaciones.

Una última cuestión que debería analizarse es hasta qué punto el ejemplo de lo padecido por el zar influyó en la salida de Alfonso XIII de España en abril de 1931. Los motivos de su abdicación fueron varios y, ciertamente, los republicanos los aprovecharon hábilmente para, sin ninguna legitimidad, forzar la caída de la monarquía parlamentaria. Entre ellos, muy posiblemente, pudo pesar en el ánimo de Alfonso XIII el recuerdo de lo que había sucedido con Nicolás II y su familia. Ninguna potencia había movido un dedo para salvarlos, ni siquiera las monárquicas emparentadas con los Romanov. Esa pasividad se había traducido no sólo en los horribles asesinatos de la casa Ipatiev sino en el exterminio buscado y sistemático de buena parte de los familiares del zar derrocado. Difícilmente podía esperar más apoyo Alfonso XIII —a pesar de su labor humanitaria durante la guerra— y su familia si los republicanos españoles los encarcelaban.

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